El 6 de mayo de 1932, el presidente del Gobierno de la República, Manuel Azaña,
se dirigía al plenario de las Cortes para defender la aprobación del que, a la
postre sería el primer Estatuto de Autonomía de Cataluña. El proceso político y
administrativo que siguió aquel texto legal fue muy similar al que ha recorrido
el actual Estatut. Seis meses antes, un referéndum en Cataluña había dado
mayoritariamente luz verde a una primera redacción que, de ese modo, llegaba al
Parlamento nacional. Como sucede ahora, fue estudiado y enmendado en una
comisión parlamentaria que, finalmente emitía un dictamen y trataba de eliminar
del documento definitivo aquellos artículos y aspectos que, a su criterio,
entraban en contradicción con la Constitución republicana.
En el jugoso discurso pronunciado por Azaña se encuentran innumerables
claves que parecen recién extraídas de la lectura de la prensa española de los
últimos días. Las apelaciones a la “ruptura de España” esgrimidas hoy por
algunas personalidades públicas y grupos políticos, los “miedos”, los
enfrentamientos exacerbados o el proceso de desgaste y acoso se detectan en sus
palabras como parte del clima que se vivía en aquellos momentos. Pero también
resultan muy familiares las apelaciones a los límites constitucionales, a la
delimitación clara de las competencias, a la reivindicación de la exclusividad
del Estado en determinadas parcelas que, curiosamente, como hoy tenían sus
puntos de fricción en la definición del territorio catalán que daba el Estatut
–entonces lo denominaba “Estado catalán”-, en la financiación, en la justicia,
en la educación, en la reclamación de competencias. Azaña pretendía encontrar
una fórmula que pusiera fin a la discrepancia secular y a las disputas eternas
por esta causa, y que pudiera contentar a todos. Como apelaba en el vibrante
final de su alocución, reclamaba el consenso de todos los grupos para una tarea
de pacificación y de lo que él denominó “buen gobierno”.
No dejaré de congratularme del
giro que ha llevado la discusión y de los términos en que la han sostenido sus
mantenedores, destruyendo con esto el miedo, no sé si a la esperanza, de
quienes presagiaban en las Cortes un espectáculo incivil, como si las Cortes no
hubiesen ya probado cien veces que están a la altura de su función. El tono, la
sustancia misma del debate prueban que la discusión del problema ha venido a
las Cortes en el momento oportuno: acerca de esto, y con el propósito de
combatir al Gobierno, que es, como sabéis, un deporte socorrido, se han dicho
cosas contradictorias y que, por serlo, mutuamente se destruyen. Se ha dicho,
de una parte, que el Gobierno quería soslayar el asunto, darle largas, ganar
tiempo para sumergirnos en no sé qué innominadas ociosidades veraniegas, más
allá de las cuales estaría políticamente lo imprevisto, lo desconocido; y se ha
dicho contrariamente, que traer ya este problema a discusión era una
imprudencia, una ligereza peligrosa. Ya se está viendo que no es así.
Todos los problemas políticos,
señores diputados, tienen un punto de madurez, antes del cual están ácidos ;
después, pasado ese punto, se corrompen, se pudren. La reflexión, la discusión,
el lapso de cierto tiempo, maduran en cada cual el sentimiento de su propia
responsabilidad y traen las cuestiones al grado de sazón en que se encuentra
ésta que está ante nuestra deliberación.
Así, pues, el primer efecto del
debate que conviene señalar, porque tiene cierto interés político, ha sido
restablecer la calma, y en algunos ha venido después la sorpresa de esta calma;
en algunos, es decir, en todos aquellos que se han pasado unas cuantas semanas
combatiendo a los fantasmas de su propia aprensión.
No se puede negar, señores
diputados, que en los albores de esta discusión, en las semanas que precedieron
a este debate se ha producido en España una agitación, una propaganda, una
protesta, una alarma; yo creo que esta alarma, esta protesta y esta propaganda
son mucho más extensas que profundas; pero a nadie le puede parecer mal, ni al
Gobierno, que estas demostraciones de carácter político se produzcan: eso es
salud, y todas las ocasiones son buenas para que España medite y recapacite
sobre sus graves problemas internos, y esta ocasión es buena como ninguna. Pero
yo creo, como opinaba el otro día el Sr. Lerroux, que el 90 por ciento de los
que protestan contra el Estatuto no lo han leído, y suscribo y subrayo la
segunda parte de la opinión del Sr. Lerroux en este particular; es a saber: que
si lo hubieran leído, tal vez no protestarían (...)
Patriotismo
(...) Una gran parte de la
protesta en contra del Estatuto de Cataluña se ha hecho en nombre del
patriotismo, y esto, señores diputados, no puede pasar sin una ligera
rectificación. El patriotismo no es un código de doctrina; el patriotismo es
una disposición del ánimo que nos impulsa, como quien cumple un deber, a
sacrificarnos en aras del bien común; pero ningún problema político tiene
escrita su solución en el código del patriotismo. Delante de un problema
político, grave o no grave, pueden ofrecerse dos o más soluciones, y el
patriotismo podrá impulsar y acuciar y poner en tensión nuestra capacidad para
saber cuál es la solución más acertada; pero una lo será; las demás, no, y aún
puede ocurrir que todas sean erróneas. Quiere esto decir, señores diputados,
que nadie tiene el derecho de monopolizar el patriotismo, y que nadie tiene el
derecho, en una polémica, de decir que su solución es mejor porque es la más
patriótica; se necesita que, además de patriótica, sea acertada.
Ha habido también en esta
cuestión un poco de malevolencia política, un poco de malquerencia política; un
poco, no mucho: la que basta para que en esta polémica no nos falte la sal del
encono. Esto también es normal, porque al acercarse el problema del Estatuto a
su situación parlamentaria no habrá faltado quien piense que podría ser una
dificultad seria, no para la
República –que es más fuerte que todos sus problemas, y sale
resueltamente a su encuentro, y los afronta cara a cara-, pero sí para el
gobierno, y quién sabe -¡Ilusión dorada!- si para las Cortes mismas quizá se ha
pensado que el Gobierno iba a encontrarse en un desfiladero donde podría ser
destruido con facilidad, o que las Cortes entrarían en tal confusión
inextricable que saltarían hechas pedazos. Yo he observado con un silencio
escéptico estas previsiones funestas. Si ahora resulta, señores diputados, que
no hay desfiladero y que las Cortes no saltan en añicos, ¡qué le vamos a
hacer!; otra vez será (...)
Ubicación histórica del catalanismo.
(...)
A nosotros, señores diputados, nos ha tocado vivir y gobernar en una época en
que Cataluña no está en silencio, sino descontenta, impaciente y discorde. Es
probable que el primer Borbón de España creyese haber resuelto para siempre la
divergencia peninsular del lado de allá del Ebro, con las medidas políticas que
tomó. Sigue un largo silencio político en Cataluña; pero en el siglo XIX
vientos universales han depositado sobre el territorio propicio de Cataluña
gérmenes que han arraigado y fructificado, y lo que empezó revestido de
goticismo y romanticismo, no se ha contentado con ser un movimiento literario y
erudito, sino que ha impelido, robustecido y justificado un movimiento
particularista, nacionalista como el vuestro, que es lo que constituye
hoy el problema político específico catalán. Cuando este particularismo, cuando
este sentimiento particularista, alza primado por todos los elementos
históricos y políticos de que acabo de hacer breve mención, se precipita en la
vida del Estado español como un estrobo funcional, como una deformidad
orgánica, cuando esto invade los sectores de la opinión catalana y no catalana,
cuando esto determina la vida de los partidos políticos, sus relaciones, sus
encuentros, sus choques, entonces es cuando surge el problema político y su
caracterización parlamentaria, delante de la cual nos encontramos. Y esta es
nuestra ambición. Cataluña dice, los catalanes dicen: “Queremos vivir de otra
manera dentro del Estado español”. La pretensión es legítima; es legítima
porque la autoriza la ley, nada menos que la ley constitucional. La ley fija
los trámites que debe seguir esta pretensión y quién y cómo debe resolver sobre
ella. Los catalanes han cumplido estos trámites, y ahora nos encontramos ante
un problema que se define de esta manera: conjugar la aspiración particularista
o el sentimiento o la voluntad autonomista de Cataluña con los intereses o los
fines generales y permanentes de España dentro del Estado organizado por la República. Éste es el
problema y no otro alguno. Se me dirá que el problema es difícil. ¡Ah!, yo no
sé si es difícil o fácil, eso no lo sé, pero nuestro deber es resolverlo sea
difícil o fácil. Ya sé yo que hay una manera muy fácil de eludir la cuestión.
Es frecuente en la vida ver personas afanadas en un problema y que cuando lo
eliminan, lo destruyen, creen que lo han resuelto. Hay dos modos de suprimir el
problema. Uno, como quieren , o dicen que quieren los extremistas de allá y de
acá: separando a Cataluña de España; pero esto, sin que fuese seguro que
Cataluña cumpliese ese destino de que hablábamos antes, dejaría a España
frustrada en su propio destino. Y otro modo sería aplastar a Cataluña, con lo
cual, sobre desarraigar del suelo español una planta vital, España quedaría
frustrada en su justicia, en su interés y, además, perpetuamente adscrita a un
concepto de Estado completamente caduco e infeliz. Hay, pues, que resolverlo en
los términos del problema político que acabo de describir. (...) ¿Es que
nosotros vamos ahora a cometer la tontería de decir a gentes de hace cinco
siglos que se equivocaron? Por qué se habían de equivocar? Nosotros pensamos de
otro modo; pero no podemos hablar de errores, comparando los actos ajenos con
las ideas que no habían nacido aún. España constituyó su Estado, su gran Estado
moderno; pero, ¿cómo lo constituyó? ¿Por la fuerza de las armas y la conquista?
Tampoco. Por uniones personales; agrupándose Estados peninsulares, en los
cuales, lo único común era la
Corona, pero sin que existiese entre ellos comunicación
orgánica. Tan no existía, que la monarquía entonces ni siquiera se llamaba
española, sino católica, porque España no era el todo de la monarquía católica,
universal, sino la parte principal política y directora, pero no del todo. La
monarquía y sus hombres y sus soldados jamás se llamaron soldados, hombres
políticos o gobernantes de la monarquía española, sino de la monarquía
católica. (...)
Defensa de Castilla
(...) No puede admitirse por
parte de los teorizantes autonomistas el concepto de que Castilla (metiendo en
esta expresión no sólo los confines geográficos de una región, sino todo lo que
no es región autónoma o autonomizante); no puede admitirse, repito, el concepto
de que esta parte de España ha confiscado las libertades de nadie: Quien ha
confiscado y humillado y transgredido los derechos o las franquicias o las
libertades de más o menos valor de cada región, ha sido la monarquía, la
antigua corona, en provecho propio, no en provecho de Castilla, que la primera
confiscada y esclavizada fue precisamente la región castellana. (...)
Constitucionalidad del Estatuto
(...) Supongamos que Cataluña
–permitidme que discurra en estas hipótesis extremas- en ese plebiscito hubiera
dicho: no me habléis de autonomía; deseo ser centralista; absorbedme lo que
queráis. Las Cortes no tenían aquí nada que hacer. Supongamos el caso inverso,
con pudor lo expreso, por lo que contiene, pero sólo en hipótesis; supongamos
que Cataluña hubiese dicho: no quiero nada con España, unánimemente me quiero
separar de España. Ya no era este problema legislativo. Pero, desde el momento
en que Cataluña dice que su voluntad es permanecer dentro del Estado español,
como lo ha dicho en el plebiscito, ¿quién va a resolver este problema orgánico
del Estado español, sino su órgano legislativo, las Cortes de la República? De suerte que
por haberse producido la voluntad de Cataluña en un plebiscito, de acuerdo con
el Estatuto que se quiere presentar a la soberanía de las Cortes, por este
camino se llega a la soberanía plena y absoluta de las Cortes, a una política
autonomista dentro de la
Constitución, con la autoridad de las Cortes. La consecuencia
está bien clara, señores diputados: el Estatuto de Cataluña lo votan las Cortes
en uso de su libérrimo derecho, de su potestad legislativa y en virtud de
facultades que para votarlo le confiere la constitución. El Estatuto sale de la Constitución, y sale
de la Constitución
porque la Constitución
autoriza a las Cortes para votarlo. (...)
Límites constitucionales
(...) En la Constitución se
establecen, al propio tiempo que la potestad legislativa de organizar las autonomías,
límites para las autonomías; es decir, en el texto legal votado por las Cortes
se transfieren a las regiones autónomas estas o las otras potestades, y estos
límites son de dos clases: unos son taxativos, enumerativos, en cuanto van
relacionando las facultades de Poder que pueden no ser objeto de transferencia;
pero otros límites no son de este orden, sino límites conceptuales, en cuanto la Constitución, tácita
o expresamente, está fundada en ciertos principios que presiden la
reorganización del Estado de la
República, y nada podrá admitirse en el texto legal que
regule las autonomías de las regiones españolas que contradiga, no ya los
límites taxativos y enumerativos de la Constitución, sino los límites conceptuales
implícitos en los dogmas que presiden la organización del Estado de la República.
Pues bien; cuando yo tomé el
dictamen de la Comisión,
lo primero que me encontré es una oposición entre los límites conceptuales de la Constitución
relativos a la naturaleza, a la índole del Estado de la República y lo que aquí
se define con el contenido del poder autónomo. Esto me lo explico,
indudablemente, porque el proyecto de Estatuto ha sido elaborado en un tiempo
en que no se había votado la
Constitución, en que muchos republicanos españoles deseaban y
creían que se iba a votar una república federal. Se confeccionó así y se votó
así el Estatuto antes de haber Constitución. Ha venido el proyecto a las
Cortes, ha pasado a la
Comisión, y la
Comisión ha rectificado en el dictamen algunos de estos
conceptos incompatibles con la
Constitución, por ejemplo, el de que Cataluña era un Estado,
etc. Ahora dice el dictamen: “Cataluña es una región autónoma de la República española”.
Pero quedan otros más; queda el art. 2º, que no es compatible con los límites
conceptuales de la
Constitución, que es unitaria, no federal, y este art 2º yo
rogaría a la Comisión
que lo reestudie, que lo refunda con el art. 1º, haciendo desaparecer del
dictamen una expresión, que no es que a mí me parezca buena ni mala, ni
disgregadora ni no disgregadora. No; es que no cabe dentro del concepto de la Constitución respecto
de lo que es el Estado español de la República, que es un Estado unitario y no un
Estado federal, y, no habiendo Estado federal, no puede hablarse de “el Poder”,
etc., de que habla el art. 2º. Esto es clarísimo.
Cosa
análoga ocurre con otro artículo del mismo título en que se habla de la
ciudadanía. ¿Para qué vamos a reñir por esta expresión, que si la aquilatamos
podría no significar nada, pero si significa algo, significa una cosa que no es
compatible con la
Constitución, por la misma razón que acabo de dar? Por
consiguiente, habrá que pensar en sustituir esta expresión por otra más llana,
en la que no se tropiece, por ejemplo: “los derechos concedidos en este
Estatuto pertenecerán a tales o cuáles”; haciendo además la salvedad, no la
salvedad, la declaración expresa (que está en la Constitución, pero no
se pierde nada en traerla al Estatuto) de que los ciudadanos de la República española no
tendrán nunca en Cataluña derechos menores de los que tengan los catalanes en
el resto del territorio de la
República española. Esto, señores diputados, no hace falta
decirlo: está escrito en la
Constitución; pero a mí no me parece mal que se diga cien
veces, porque, como en torno del Estatuto y de la autonomía circulan fantasmas
abracadabrantes, bueno será demostrar a las gentes, a fuerza de repetírselo,
que tales fantasmas no tienen razón alguna de existir, y no se pierde nada
haciéndolo constar una vez más en el Estatuto, aunque está dicho varias veces,
directa o indirectamente, en la Constitución. (...)
Frente a la alarma
(...) Ahora, respecto de los
demás problemas de este género, yo me permitiría dar a los señores diputados
una opinión, una modesta opinión, que no tiene, ni muchísimo menos, las
pretensiones de un consejo; no: más que nada es una explicación de los motivos,
de los móviles psicológicos que uno tiene para juzgar el tema político de la
autonomía. Y es ésta: no se puede entender la autonomía, no se juzgarán jamás
con acierto los problemas orgánicos de la autonomía si no nos libramos de una
preocupación: que las regiones autónomas –no digo Cataluña-, las regiones,
después que tengan la autonomía, no son el extranjero; son España, tan España
como lo son hoy, quizá más, porque estarán más contentas. No son el extranjero;
por consiguiente, no hay que tocar respecto de las regiones autónomas las
precauciones, las reservas, las prevenciones que se tomarían con un país
extranjero, con el cual acabásemos de ajustar la paz, para la defensa de los
intereses españoles. No es eso. Y, además, está otra cosa: que votadas las
autonomías, ésta y la de más allá, y creados éste y los de más allá Gobiernos
autónomos, el organismo de gobierno de la región –en el caso de Cataluña, la Generalidad- es una
parte del Estado español, no es un organismo rival, ni defensivo ni agresivo,
sino una parte integrante de la organización del Estado de la República española. Y
mientras esto no se comprenda así, señores diputados, no entenderá nadie lo que
es la autonomía. (...)
Hacienda catalana
(...) Es una cosa indiscutible,
señores diputados, que hay que dotar de una hacienda propia a las regiones
autónomas. Éste es un principio infrangible; hay que dotarlas de una hacienda
propia. La hacienda de las regiones autónomas, además de ser propia, ha de
tener elasticidad. Es decir, que los recursos con que se dote a las haciendas
de las regiones autónomas, han de poder dilatarse y crecer a medida que la
economía de la región lo permita o lo impulse o lo consienta; y si fuesen tan
desgraciadas que su economía se contrajera o se arruinase, que la repercusión
sea igual en toda la hacienda de la región autónoma. (...) los recursos con que
se dote a esta hacienda han de tener un mínimum de gastos que ha de tener
siempre el Poder autónomo. Mas no se podría tomar, no sería justo tomar como
tipo para graduar la dotación de las haciendas autónomas lo que ahora gasta el
Estado en los servicios correspondientes que se ceden, porque siendo miserable
la dotación del Estado en sus servicios, lo mismo en Cataluña que fuera de
Cataluña, y dándose la autonomía, entre otras cosas, para que los servicios que
hoy el Estado no atiende bien, prosperen y se robustezcan, parecería un poco de
burla decir a una región autónoma: yo, que no consagro más que equis pesetas a
este servicio, con los cuáles no puedo vivir, tú lo vas a desarrollar con las
mismas pesetas. Eso sería condenar la autonomía al fracaso desde el primer
momento.
La dotación de la hacienda de
las regiones autónomas no puede representar nunca un privilegio para ninguna
región; eso no podría aceptarse. Si alguien lo hubiera pretendido, y sería
injuria y falsedad suponer que la representación catalana haya pretendido
nunca, ni directa ni indirectamente, que la dotación de su autonomía
representase para Cataluña una ventaja con respecto a las demás regiones
españolas. Si eso lo hubiera pretendido alguien, no hubiera sido escuchado.
(...) Por consiguiente, señores diputados, cualquier determinación que se
adopte en materia de hacienda para la región autónoma, cualquier sistema que se
implante -porque lo que importa es el sistema, las cifras importan mucho
menos-, ha de ser un sistema sujeto a rectificación, a rectificación periódica
ante las Cortes. De suerte que de esta manera eliminamos todo motivo de pavor,
toda la preocupación que pesaba y pesa sobre todas las personas, que somos
todos, que miramos estas cosas con desinterés y gravedad. (...) Se puede hacer
del Presupuesto de la
República, del Presupuesto general del Estado, dos partes. El
doble presupuesto lo hay en todos los Estados federales. Se pueden hacer dos
partes. En la primera se habrían de consignar los gastos ocasionados por los
servicios que retiene el Estado central, los gastos generales del Estado o los
gastos no cesibles ni cedidos a las regiones autónomas. Y a cubrir los gastos
de estos servicios se atribuirían los rendimientos y los tributos no cedidos ni
cesibles a las regiones autónomas. En la segunda parte del presupuesto, se
consignarían los gastos ocasionados al Estado central por los servicios en los
territorios no estatutarios, correspondientes a los servicios cedidos a las
regiones autónomas, y se haría la misma atribución de los tributos; es decir,
que en esta segunda parte del presupuesto se atribuiría a cubrir los gastos, el
rendimiento en los territorios no autónomos, de los tributos cedidos a las
regiones autónomas, al Poder local. (...) En lo relativo a la Hacienda, el Gobierno
admite el principio de la cesión de tributos. No digo ahora si se cederá uno,
diez o ninguno; lo que afirmo es que el Gobierno admite el principio de la
cesión de tributos, y ya se determinará, según vayamos encajando la fórmula de
la dotación de la Hacienda
autonómica, con arreglo a esas ideas generales que estoy emitiendo, cómo y en qué
forma habrá de hacerse; pero repito que la cesión de tributos la admite el
Gobierno y está bien seguro de que, al aceptarla, no cede ni parte ni toda la
soberanía nacional.
Política lingüística
(...) Hay que insistir, cuando
se trata de esta cuestión, en lo que yo antes decía: Cataluña no es el
extranjero; hay que tener presente que el temor, el pánico, casi, ante una
posible desaparición de la lengua castellana en las regiones autónomas no tiene
fundamento alguno; y no lo tiene, en primer lugar, porque la competencia
lingüística en el territorio español no puede estar sometida en su victoria o
en su derrota al régimen político; eso sería un desatino, porque desde el
momento que nosotros mantuviéramos un régimen político para la defensa de la
lengua castellana, menguada sería la fortuna de la lengua que necesitase de
esta protección; y, además, empalmando o incrustando en un régimen político una
defensa, una protección, como quien protege una mercancía, de la lengua
castellana, inevitablemente se produce la reacción contraria, porque viene el
apego, no ya natural, sino político y apasionado, a otra lengua que se siente
menospreciada o vejada o poco protegida por el régimen político de que acabo de
hacer mención. Y haré, además, otra consideración: que no puedo suponer que los
catalanes o los vascos, o quien fuera autónomo en España, puedan dejar de
hablar en castellano; y si dejaran, allá ellos; la mayor desgracia que le
pudiera ocurrir a un ciudadano español sería a tenerse a su vascuence o a su
catalán, y prescindir del castellano para las relaciones con los demás
españoles, con los cuales vamos a seguir tratándonos, y para las relaciones
culturales, mercantiles, etc., con toda América. ¿A dónde va a ir un fabricante
catalán, un exportador catalán sin el castellano? (...) En otros países donde
se ha dado el bilingüismo, la doble universidad ha fracasado, y no hay que ir
muy lejos para comprobarlo. No podemos admitir la doble universidad, ni crear
dos hogares rivales que mantendrían lo que haya de rivalidad o de hostilidad
entre la cultura en castellano y la cultura en catalán; sería conservar esa
competencia, esa rivalidad, y eso debe desaparecer.
Nosotros estimamos que la
universidad única y bilingüe es el foco donde pueden concurrir unos y otros; en
vez de separarlos, hay que asimilarlos, juntarlos y hacerlos aprender a
estudiar y a estimarse en común; ése es el carácter que tiene la cultura
española en Cataluña: doble, pero común. (...)
Justicia y control
(...) Según el art. 15 (del
Estatuto de autonomía), corresponde al Estado la legislación y podrá
corresponder a las regiones autónomas la ejecución, y lo que había que
determinar aquí es en qué consiste esto de la ejecución y atenernos, como nos
hemos atenido, al párrafo segundo del número primero del artículo, que dice que
“la ejecución de las leyes sociales (que el mismo artículo atribuye o permite
atribuir a la región) será inspeccionada por el Gobierno de la República para
garantizar su estricto cumplimiento y los Tratados internacionales que afecten
a la materia”. De modo que esto no ofrece discusión: la ejecución puede
corresponder, y el dictamen propone que corresponda, al Gobierno de la Generalidad, y
nosotros estamos conformes; pero la inspección corresponde al Estado de la República. (...) La
organización de la inspección se hará de la siguiente manera: la Generalidad de la
región autónoma extenderá por la división comarcal del territorio catalán los
servicios, agentes y funcionarios que necesite para la inspección, pero en un
punto determinado de la jerarquía se insertará el enlace con la jerarquía del
Ministerio, y cuando ocurra una infracción de la legislación social, ese
inspector del Ministerio reclamará ante la Generalidad de
Cataluña el cumplimiento de la ley, y si los agentes de la Generalidad de
Cataluña no rectifican la infracción, entonces el Ministerio, usando una
potestad gubernativa de coacción, corregirá al infractor, sea quien fuere; no
al funcionario de la
Generalidad; no tendrá nada que ver con el Gobierno de la Generalidad para evitar
conflictos jurisdiccionales o de otra especie, sino al infractor que, como tal
y como sujeto de la legislación social que es general y del Estado de la República, es posible de
la corrección gubernativa. (...) En las demás materias de Justicia, lo importante
para nosotros es declarar que recabamos, o creemos que debe permanecer afecta
al Poder Judicial del Estado de la
República, la casación en todas aquellas materias cuya
legislación pertenece al Estado de la república. A mí esto me parece
incontestable. (...) La fuente de Derecho en la interpretación de la ley debe
estar atribuida a la misma categoría funcional del Estado que tiene el que
dicta la ley. De modo que donde está el poder legislativo debe estar,
correspondientemente, el poder de interpretación de la ley o la facultad
interpretativa de la ley por medio de la jurisprudencia, y no tendría sentido
atribuir al Parlamento la legislación en una materia y atribuir la facultad de
sentar jurisprudencia a un tribunal local. (...)
Apelación al consenso y conclusiones
(...) Señores diputados: con
este sentimiento de colaboración, con este sentimiento de unidad profunda e
interior de todos los españoles, es con el que yo invito al Parlamento y a los
partidos republicanos a que se sumen a esta obra política, que es una obra de
pacificación, que es una obra de buen gobierno. Es una obra de pacificación,
señores diputados, porque por cualquier parte donde tiréis un corte al volumen
de la sociedad española encontraréis que hormiguean las discordias; de estas
discordias, unas son útiles, bienvenidas, necesarias para el progreso político
y social y fomentan y alzapriman la vida pública; pero otras son deplorables y
disgustosas, porque vienen heredadas de contiendas históricas abolidas, las
cuales nosotros estamos llamados a cancelar. Ésta es una parte de la obra de
pacificación que es base de una obra de buen gobierno, porque España necesita
estar urgentemente bien gobernada. Yo no puedo creer, señores diputados, que
haya españoles bastante ofuscados para contristarse del buen gobierno de España
con tal de que la gloria de este buen gobierno no recaiga en la República; seguramente
los hay, pero eso no les excusará de tener que reconocer algún día nuestra obra
de gobierno.
Sé que es más difícil gobernar España
ahora que hace 50 años, y más difícil será gobernarla dentro de algunos años.
Es más difícil llevar cuatro caballos que uno solo. El país está en pie,
cruzado por apetitos de toda especie, por ansias de toda clase. Es más difícil
gobernarla ahora que hace 50 años, cuando se dirigía desde un despacho del
Ministerio de la
Gobernación fumando cigarrillos a medianoche. Ahora hay que
velar de día y de noche. ¿Pero creéis que a España le va a faltar, no ya fuerza
de puños, sino destreza y agilidad de entendimiento para gobernarse ella misma?
¡Cómo le va a faltar! A esta obra de pacificación, de buen gobierno, señores
diputados, yo, que paso por un hombre sectario, intransigente y duro, convoco a
todos los españoles. Todos los españoles están convocados a esta obra. Cada
cual desde su sitio. Pero si no acuden, de todos modos, vosotros, republicanos
y socialistas, tenéis la parte más grave de la responsabilidad, porque sobre
vosotros pesa el presente y el porvenir de España, y hemos de declarar,
republicanos y socialistas, ahora unidos espiritualmente en esta gran labor de
refacción de España, que en el fondo de nuestra conducta política alienta una
noble y gran ambición. ¿Por qué no lo vamos a decir? Nosotros no queremos
seguir siendo los guardianes de un ascua mortecina arropada en las cenizas de
este hogar español desterrado de la Historia. Queremos
reinstalar la Historia
en nuestro hogar; que la tea pasada de mano en mano en las generaciones que nos
han precedido y llegó a las nuestras, podamos transferirla a la generación que
nos suceda, más brillante, más ardorosa, más fogosa, iluminando los caminos del
porvenir. Lo que importa es el porvenir, republicanos y socialistas. Lo que
importa es navegar. Ahora tened presente que para esta navegación no os basta llevar
el timón de la nave, sino que hay que sacar del pecho el aliento que ha de
impulsar las velas. Para esto os invito y convoco desde el último lugar, pero
permitidme que lleve vuestra voz en este momento. Pecho al porvenir y revestíos
de arrojo para ensayar, del arrojo grave de los hombres responsables que saben
para lo que están en la vida y quieren dejar algo en la vida, y estad
vigilantes para saludar jubilosos a todas las auroras que quieran despegar los
párpados sobre el suelo español.
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