Según el diagnóstico del actual ministro de Educación, el rebrote del
independentismo catalán ha sido provocado, entre otros motivos, por la enseñanza torcida de la historia que la descentralización educativa ha permitido.
Los conservadores son muy poco dados a discurrir en términos
materialistas. Cuando una mayoría muestra preferencias contrarias a lo
que ellos consideran el «orden natural de las cosas», suelen achacarlo a
un extravío cultural causado por adoctrinadores indeseables.
Así ocurría a fines del siglo XIX, cuando el movimiento obrero no
cesaba de crecer. Los intelectuales y publicistas conservadores
explicaban por entonces el auge del socialismo como un fenómeno
propiciado, en última instancia, por la ingenuidad y el descreimiento de
la plebe, hábilmente manipulada por unos cuantos líderes irresponsables
de magnética oratoria.
La obstinación de esos anhelos continuaba siendo, para los prohombres de la derecha, una desviación cultural. Eso pensaba José María Pemán, para quien los ideales plasmados en la Constitución de la II República se debían a la influencia de «los hijos espirituales de catedráticos y profesores que, a través de instituciones como la llamada ‘Libre de Enseñanza’, forjaron generaciones incrédulas y anárquicas».
Con esta advertencia, recogida en una circular de diciembre de 1936,
se dirigía Pemán, entonces presidente de la Comisión (golpista) de
Cultura y Enseñanza, a las instancias depuradoras para que expulsasen
sin contemplaciones a los docentes de izquierdas. Se trataba de extirpar
de la escuela todo atisbo de racionalismo progresista, para refundarla
con arreglo a los valores del nacionalcatolicismo.
A ello acudió una orden de marzo de 1938, recordando que «una escuela
donde no se aprende a amar a España no tiene razón de existir». Según
el legislador franquista, para inculcar ese amor a la nación –una,
grande y libre– había que recurrir a «la enseñanza de la Historia»,
inmejorable «medio de cultivar el patriotismo».
«Así fue en el pasado, así es en el presente», concluía, lapidaria,
la disposición citada. ¿Y así debe seguir siendo en la actualidad?, cabe
preguntarse ahora, después de haber oído al ministro Wert.
De sus palabras se deduce una convicción: los catalanes no se sienten
«orgullosos de ser españoles» por culpa de la historia (catalanizada)
que aprenden en las escuelas. Si este es el problema, la solución no
puede ser otra que imponer en Cataluña la enseñanza de una historia
(españolizada) que sirva para fomentar el patriotismo.
En el planteamiento ministerial, el fenómeno del independentismo se
reduce así a una cuestión de valores y cultura. Sin embargo, desde una
óptica igualmente cultural, el ciudadano debe formularse un interrogante
básico: ¿qué función debe cumplir en una democracia la historia
transmitida en las aulas? ¿Debe ser vehículo de adoctrinamiento
nacionalista apoyado en mitologías sentimentales? ¿O más bien fuente de
ilustración crítica basada en el rigor científico?
Puede intuirse cuál es la historia de España que el ministro
conservador tiene en mente para nacionalizar a los alumnos catalanes.
Quizá se trate de la rancia versión nacionalcatólica que él mismo
aprendiera en sus años de estudiante, aquella de la conversión de
Recaredo, la Reconquista, la unidad nacional recobrada por los Reyes
Católicos y el «Descubrimiento» de América.
Un relato elaborado con este patrón españolista no solo devolvería la
enseñanza de la historia a la época franquista, e incluso a la
decimonónica. También la situaría cuatro décadas por detrás de la
producción historiográfica nacional e internacional, algo que solo
serviría para hacerla objeto de sospecha y rechazo, pues no dejaría de
sorprender a muchos estudiantes las divergencias que separarían la
versión escolar y la de los profesionales independientes de la historia.
¿Y qué sostiene esta última versión? Básicamente, que la historia de
España se halla atravesada por un pluralismo jurídico y político
irreductible.
Francisco Tomás y Valiente, en una obra sobre la
España del siglo XVII, trajo a colación una reveladora anécdota al
respecto. Fallecido en 1479 Juan II, rey de Aragón, su hijo Fernando le
sucedió en el trono. Según narra el cronista de los Reyes Católicos,
algunos consejeros reales recomendaron entonces a Isabel y Fernando
titularse como «reyes e señores de España». Conscientes de la diversidad
de reinos sobre los que gobernaban, ambos prefirieron presentarse como
«rey e reyna de Castilla, de León, de Aragón, de Seçilia, de Toledo, de
Valençia, de Galizia, de Mallorca, de Seuilla», y así hasta completar
todo el mosaico de «reinos, condados y señoríos» que formaba la
monarquía española poco antes de tomar Granada.
Tan abigarrada titulación se mantuvo intacta en lo fundamental
durante los dos siglos posteriores. No debe extrañar el dato. Como bien
ha descrito John H. Elliot, la geografía política de la
Europa moderna se basaba en el modelo de las «Monarquías compuestas»,
entidades conformadas por múltiples cuerpos políticos, con sus
particularidades institucionales, jurídicas y culturales.
Ni siquiera tras la Guerra de Sucesión, y el acceso al trono de
Felipe V, feneció este pluralismo. La abierta pretensión del nuevo
monarca de reducir sus reinos «à la uniformidad de las Leyes de
Castilla» chocó con la constitución pluralista de España. Si bien a
través de los llamados Decretos de Nueva Planta (1707-1716) se reforzó
el poder real, no dejaron de reconocerse fueros, costumbres y
privilegios a los reinos. Y aunque se eliminaron instituciones
regnícolas relevantes, no se logró fundar un orden uniforme. El peso de
las tradiciones particulares lo impidió, permitiendo solo crear un
entramado institucional híbrido, heterogéneo e igualmente pluralista.
Resulta esclarecedor en este sentido que, ya reinando la dinastía de
los Borbones, los primeros diccionarios de la Academia de la Lengua
(1734, 1780) recojan el término «nación» con el significado de «lugar de
nacimiento» o «colección de los habitadóres en alguna Provincia, Pais ò
Reino». Y es que hasta la revolución constitucional de principios del
siglo XIX no contemplaremos un uso del concepto «Nación española» más
próximo a su entendimiento actual.
Será, no obstante, un espejismo. Justo en las vísperas de la
Constitución de Cádiz, cuando se emprendió la reforma de la antigua
Monarquía, aparece todavía una noción compuesta de la misma, inseparable
de los cuerpos políticos que la formaban. E incluso en la propia
regulación constitucional, lo tratado como «Nación española» era
realidad bien distinta a lo que hoy podría entenderse como tal, pues
incluía a «los españoles de ambos hemisferios» y excluía expresamente a
los esclavos.
Habrá que esperar a la década de los 1830 y 1840 para que se elabore,
difunda y comience a generalizarse la concepción esencialista, uniforme
y patriotera de España a la que Wert, probablemente, hace referencia.
Historiadores, intelectuales, academias e instituciones públicas
contribuyeron entonces a forjar esa imagen monocolor, cuyo (estéril)
propósito fue dotar de una base social homogénea a un Estado frágil.
De nacionalizar a los españoles, que se sentían más súbditos de un
monarca, miembros de una confesión y vecinos de un municipio que
nacionales de un Estado, el relato nacionalcatólico pasó a desempeñar
funciones excluyentes de consecuencias deplorables. Desde la
Restauración sirvió para estigmatizar como enemigos a quienes, por
republicanos, ateos, separatistas o izquierdistas, negaban el carácter
intangible de los presuntos atributos nacionales (monarquía, unidad,
catolicismo). El golpe de 1936 y la represión que desencadenó quisieron
ser, de hecho, una suerte de «solución final» que terminase de
proscribir a todos estos miembros de «la anti-España», entre los que
destacaban, junto a los comunistas, los catalanistas.
Vistos los terribles antecedentes del canon nacionalcatólico, muy
especialmente sufridos por quienes militaron en el independentismo,
debemos preguntarnos: ¿sobre qué desfasado, anticientífico y excluyente
relato histórico pretende el gobierno
fundar el «orgullo de ser españoles»? Debe advertirse a este respecto
que, en una democracia constitucional, acaso no quepa otro orgullo
nacional que el de ser ciudadanos con sus derechos y libertades
escrupulosamente reconocidos y respetados. Y en cuanto a la enseñanza de
la historia, mejor arrebatársela a los nacionalismos de todo tipo, en
cuyas manos se degrada hasta convertirse en manipulación del pasado para
adoctrinamiento y subyugación presentes.
Sebastián Martín *
(*) Sebastián Martín es profesor de Historia del Derecho de la Universidad de Sevilla.
Fuente: http://www.cuartopoder.esImprimir
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