Teníamos una Constitución nacida en precario, con los tanques de los militares apuntando a nuestras conciencias, con una Iglesia vigilando su articulado para no perder un ápice de su poder, elaborada en una España en blanco y negro cuyos ciudadanos ni siquiera sabían en qué consistía eso de una Constitución, y que los más listos confundían con los Principios Fundamentales del Movimiento.
Teníamos una Constitución rechazada por los partidos a la izquierda
del PSOE, una Carta Magna (¡qué extraño, siempre me sonó a una “carta en
la manga”, y no me preguntéis por qué!) que tan solo fue votada por la
mitad justa de los parlamentarios del partido antecessor del
PP, la Alianza Popular de Fraga y los siete magníficos, el grupo de
amiguetes que soñaba con repartirse los restos del naufragio franquista.
Teníamos una Constitución de la que desconfiaba el jovencito
falangista José María Aznar, el futuro presidente de España y del PP
(¡qué tiempos aquellos en que ambos eran lo mismo!) cuando se preguntaba
indignado: “¿cuántos de sus artículos fueron debatidos en el Parlamento
que, cabalmente, existe para eso? ¿Es este el precio de la democracia?”
Un jovencito falangista que desconocía en qué consistía la democracia,
de la que tampoco conocía el precio.
Teníamos una Constitución que había forzado a los españoles a
renunciar a la cuenta pendiente democrática de la Segunda República,
derribada a sangre y fuego por los correligionarios de Fraga, para
sustituirla por una monarquía, a cuyo frente se ponía un rey nombrado
expresamente por un general asesino y genocida que usurpó el poder
durante cuarenta años.
Teníamos tantos motivos pendientes para cambiar esa Constitución
nacida del miedo, de la amenaza militar y del poder de las oligarquías,
para que ahora resulte que se abre el melón por el procedimiento de
urgencia para arreglar unos pequeños problemas financieros.
Es todo tan ofensivo que casi agradezco que ni me lo pregunten en referéndum.
Imprimir
No hay comentarios:
Publicar un comentario