Más de siete años después de que se aprobara la Ley 13/2005, de 1 de julio,
por la que se modificó el Código Civil para que el matrimonio puede
ser celebrado entre personas del mismo o distinto sexo, con plenitud e
igualdad de derechos y obligaciones, el Tribunal Constitucional desestimó
ayer, 6 de noviembre, el recurso de inconstitucionalidad presentado
contra dicha Ley por diputados del Grupo Popular. Dicho recurso no
suspendió la aplicación de la Ley por lo que se han venido celebrando
miles de matrimonios entre personas del mismo sexo.
Lo primero que cabe decir es que
el resultado final al que llegado nuestro Alto Tribunal no ha sido muy
distinto a lo que han venido concluyendo otros Tribunales
Constitucionales o Supremos, aunque en otros países no precisaron de
tanto tiempo para ello.
En Canadá, el Tribunal Supremo
federal declaró ya en 2004 que una reforma legal que admitiese el
matrimonio entre personas del mismo sexo no sería contraria a la Charter of Rights.
Poco después se aprobó la Ley federal de 20 de julio de 2005, que
regula el matrimonio entre homosexuales con los mismos derechos y
deberes que el de los heterosexuales.
Más allá han llegado el Tribunal
Supremo de Sudáfrica y el Supremo Tribunal Federal de Brasil: para el
primero, ya en 2005, lo inconstitucional era la concepción
exclusivamente heterosexual del matrimonio presente en el Common Law y en la Marriage Act
al excluir, en contra de los mandatos constitucionales de igualdad y
dignidad, que las parejas del mismo sexo disfrutasen del estatus,
derechos y obligaciones concedidos a las parejas heterosexuales. En la
misma línea, el Supremo Tribunal Federal brasileño concluyó en 2011 que
nadie puede ser privado del derecho a convivir, fáctica o jurídicamente,
con otra persona en razón a su orientación sexual.
En España el debate jurídico se
ha centrado en el enunciado del artículo 32.1 de la Constitución, donde
se dispone que “el hombre y la mujer tienen derecho a contraer
matrimonio con plena igualdad jurídica”. Es bien conocido que la
configuración heterosexual del matrimonio era la que había en el momento
de aprobar la Norma Fundamental y es la que se ha mantenido hasta 2005.
Pero el primer sentido de ese precepto es que, a diferencia de lo que
ocurrió en épocas no muy lejanas en nuestro país, no pueden existir en
el matrimonio diferencias jurídicas entre hombres y mujeres. La
igualdad, que es además un valor superior de nuestro ordenamiento
jurídico, se menciona de manera expresa al constitucionalizar la
institución matrimonial, lo que revela el mandato de que dicha
institución incluya a hombres y mujeres con los mismos derechos y
deberes. Por tanto, el artículo 32.1 no contiene una previsión de que el
matrimonio tenga que ser una unión heterosexual sino de que debe ser
una unión basada en la igualdad. No por casualidad en Estados Unidos las
personas contrarias al matrimonio igualitario abogan por incluir en las
Constituciones estatales la heterosexualidad como elemento que define
esas uniones, como se ha hecho, por ejemplo, en la Constitución de
Ecuador.
En segundo lugar, la lectura del
artículo 32.1 no avala una interpretación excluyente del matrimonio
entre personas del mismo sexo: si la Constitución no ha querido definir
el matrimonio como la unión entre una mujer y un hombre no hay motivo
para entender que tal precepto diseña un único tipo constitucionalmente
posible de matrimonio: el heterosexual. Como dijo en fecha temprana el
Tribunal Constitucional, la Constitución es un marco de coincidencias
suficientemente amplio como para que en él quepan opciones políticas de
muy diferente signo. La labor de interpretación de la Constitución no
consiste en cerrar el paso a las opciones o variantes, imponiendo
autoritariamente una de ellas (Sentencia del Tribunal Constitucional 11/1981, de 8 de abril).
Desde esta perspectiva, la Ley 13/2005 es, cuando menos, un buen
ejemplo de concreción política de lo constitucionalmente posible.
En tercer lugar, tanto el
Tribunal Constitucional como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos han
declarado en diversas ocasiones que la orientación sexual es una
circunstancia que prohíbe un trato excluyente, de manera que, por
ejemplo, no cabe un despido laboral ni denegar la condición de potencial
adoptante por dicha orientación. Ni esa circunstancia ni la raza, el
sexo o la religión pueden ser motivo de trato discriminatorio. Y es que (Sentencia del Tribunal Constitucional 176/2008,
de 22 de diciembre), el listado de circunstancias incluido en el
artículo 14 “pretende una explícita interdicción del mantenimiento de
diferencias históricamente muy arraigadas que han situado, tanto por la
acción de los poderes públicos, como por la práctica social, a sectores
de la población en posiciones no sólo desventajosas, sino abiertamente
contrarias a la dignidad de la persona”.
Nuestra Constitución parte, por
utilizar palabras de Luigi Ferrajoli, de la igual “valoración jurídica
de las diferencias”: al convertir la prohibición de discriminación
(artículo 14) en una norma, los diferentes (por razones de raza, género,
orientación sexual,…) deben ser tratados como iguales. Se protege la
diferencia -en eso consiste el libre desarrollo de la personalidad- y se
prohíbe la discriminación: un tratamiento jurídico excluyente basado
precisamente en una diferencia protegida por la Constitución.
Decía Groucho Marx que “el
matrimonio es una gran institución… suponiendo que te guste vivir en una
institución”. Pues bien, el Tribunal Constitucional ha concluido que si
te gusta vivir en esa institución la orientación sexual no puede ser
un motivo que lo impida (texto de opinión publicado en La Nueva España, 7
de noviembre de 2012).
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