"La educación es el
motor que promueve la competitividad de la economía."
Así comienza la LOMCE, con una frase que
resume -de forma contundente- su objetivo. No voy a entrar en el absurdo que
supone seguir instalados en un sistema donde hay más reformas y contrarreformas
que éxitos educativos, ni siquiera en la acendrada costumbre de que esos
cambios ignoren a quienes vivimos a pie de pizarra la realidad del aula. No,
para qué entrar en cuestiones tan evidentes, cuando el peligro -en este caso-
es mayor del habitual.
Porque gracias a la LOMCE no solo recorreremos
una nueva vía muerta para esa supuesta calidad educativa que tanto les
preocupa, sino -más aún- un camino de obstáculos donde solo sobrevivirán
quienes sean más capaces y, sobre todo, quienes tengan más dinero, medios y
recursos para solventar su falta (o no) de capacidad.
La supresión de becas, la
subida de tasas (las universitarias, por ejemplo, se han duplicado este curso),
la obligatoriedad de continuas pruebas externas..., todo está encaminado a un
fin perversamente darwinista: que sobrevivan solo aquellos alumnos con los
suficientes recursos como para afrontar todo ese proceso. No sé qué pensarán
las familias -¿todos los niños son genios?, es más, ¿todos los niños deberían
serlo?-, pero si yo fuera padre estaría profundamente preocupado.
En el fondo, la frase inicial del
anteproyecto deja bien claro el objetivo y las intenciones. Al menos, en este
caso, no hay ambigüedad posible: la educación ya no será un camino para
construirse como personas, ni para madurar, ni para aprender a convivir, ni
para desarrollarse. No, la educación será un adiestramiento práctico para
crear una mano de obra lo suficientemente manipulable, dócil y barata como
para sustentar a quienes sigan instalados en el último piso de esa pirámide
evolutiva.
Para ello, la ley facilita el
nombramiento a dedo de directores y, a su vez, de profesores, convierte al
Consejo Escolar en un instrumento poco menos que decorativo y resta poder
de decisión a los padres y madres (como si antes tuvieran mucho). En
definitiva, se deja la puerta abierta a la subjetividad y al enchufismo,
consagrando ese mal endémico nacional que es el contratar a los afines para
asegurarnos un séquito que aplauda nuestros modos y jamás censure nuestros
errores.
No sé si conseguiremos frenar
este despropósito -¿cómo se puede dejar la educación en manos de un ministro
con nula experiencia -y humildad- en un frente así?-, pero sí sé que este anteproyecto
es el camino ideal para construir un país competitivo en la formación de
futuros camareros y croupiers -hagamos de España un inmenso
Eurovegas-, pero jamás un país competitivo en la cultura, ni en la
investigación, ni en la ciencia. Seremos la mano de obra más barata,
acrítica y dócil de Europa, eso sí, de modo que aunque sigamos sin estar en
la vanguardia, nos consagraremos como la masa anónima -y empobrecida- que
empuja en silencio la retaguardia.
Fernando J. López
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