Mire usted cómo están los tiempos que hasta Carrillo ha decidido
morirse. No se ha esperado a un Sábado de Gloria ni ha encargado una
gloriosa peluca para el evento, pero se ha ido dormido y sin fumar, por
si acaso le perjudicaba la salud. Y anda que no ha sido de ver la
retahíla de elogios, banderas tricolores y saludos que ha cosechado, que
algunos le habrán dado la risa. Menos mal que está acostumbrado, que ya
lo mató Vázquez Montalbán en pleno Comité Central. Pero eran otras
épocas en las que casi llegamos a creer en el socialismo. Ahora ya no,
que leo que grupos de presión empresarial y diputados del PP advierten
–¡como si hiciera falta!– que el Estado social está en crisis y que, más
allá de la crisis, hay que renunciar a parcelas enteras de servicios
universales. No se les ha ocurrido pensar que la cosa no es abstracta
sino que está en la misma Constitución. Pero ya se sabe que de la
Constitución, como de Santa Bárbara, algunos sólo se acuerdan cuando
llueve, o cuando graniza, y que si bien está para el asunto de la unidad
indisoluble de la patria, lo del Estado social, el derecho a la
educación, la salud y esas monsergas, es algo notoriamente modulable,
olvidable y asesinable. Que una cosa es sentirse los herederos
democráticos de lo conseguido por justo derecho de conquista y otra
esperar que la herencia de la lucha de la clase obrera y otros sucios
demócratas pueda imponerse sobre la lógica de los que ganan 500.000
euros al año, o un poco más. O sea, que aquí hay dos Constituciones en
danza: la que pretende mantener incólume la estructura del Estado, que
no puede tocarse no fuera a ser que España no volviera a ganar el
Mundial de Fútbol, y la que define las funciones de ese Estado, que es
manifiestamente vulnerable en su espíritu y en su letra.
Con estas distracciones escuchamos como entre algodones el asunto de
si España pide el rescate o no, o luego o ayer, o más tarde o nunca. Y
como la laxitud nos invade miramos con solaz las inauguraciones de
Curso, que son cosa distraída, tanto si son en Universidades en las que
los Presidentes de Comunidad Autónoma son abucheados a golpe de
gaudeamus como parte del guión, como si es algún gerifalte judicial que
asegura que por él los etarras cancerosos reventarían en una angosta
celda, pero que las leyes son malas, que ya se sabe que muchos jueces y
fiscales opinan que el parlamento es una panda de flojos.
Ahora bien, la Caridad y la Fe se han quedado sin compañía, como
metáfora de una época, y Aguirre o la cólera de Dios se va a hacer
turismo. Los medios han alabado todas sus bondades, aun reservándose ese
trasfondo de misterio en tan intempestiva dimisión. Es decir, han
aceptado como verdad incontestable el perfecto liberalismo de la
mentada. Liberalismo, por ejemplo, significa conceder en régimen de
monopolio a un señor de fama infame el juego y sus barrios, cambiando si
fuera preciso las leyes. Así, mire usted, también soy liberal yo. Pero
es que ella y sus arcángeles dirán que liberalea porque se trata de
desregularizar el tabaco, los impuestos y esas cosas. Un liberal de hoy,
lo vamos descubriendo, es un Robin Hood puesto para abajo: el que roba a
los pobres para dárselo a los ricos. No llevan pluma de ave en la
gorrilla, sino pluma de oro entre los dedos para firmar cualquier
decreto –hacen falta cientos de decretos para desregularizar–. Si uno se
fija se les reconoce. Es vocacional, como ser quimera, galgo o podenco.
Pues eso: que a mí, la verdad, me daría una pena muy grande que
Catalunya se independizara, que no sé a quién íbamos a insultar por lo
del trasvase; pero a la vista de algunas cosas, casi me parece bien,
siempre y cuando me admitan cuando me exilie. Porque, por más que me lo
pida mi Rey, no pienso sentirme unido a Tamayo, Sáez y otros liberales.
Manuel Alcaraz Ramos |
Fuente: nuevatribuna.es
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